Héctor González
- El mercado St Lawrence, templo erigido en honor a la diversidad gastronómica, permite sumergirse en un mundo de sabores y olores en la ciudad de Toronto.
- Contrastan las diminutas ardillas del aeropuerto Bishop o del parque St James con los ciclópeos rascacielos que ocupan multinacionales en la capital de Ontario.
- A dos horas en coche de Toronto, y con 58 metros de caída, destacan las cataratas del río Niágara como atracción natural más visitada del país.
Toronto empequeñece al visitante que aterriza en el aeropuerto nacional Billy Bishop, ubicado en un islote. Los escasos minutos que dura el recorrido en transbordador hasta la orilla urbana permiten elevar la mirada y contemplar los ciclópeos rascacielos, con gran similitud estructural a los de Nueva York o a los de otras grandes ciudades de la limítrofe USA. Contrastan en tamaño con las diminutas ardillas que corretean por la pista de aterrizaje del citado aeropuerto. O por las inmediaciones de la catedral anglicana.
Burlington, una urbe dormitorio de 175.000 habitantes ubicada a una hora de Toronto, constituye una buena base de operaciones por su equidistancia entre la capital del estado de Ontario y las imperdibles cataratas del río Niágara en su vertiente canadiense. Desde Burlington puede escogerse entre desplazarse por coche y sumirse en uno de los atascos kilométricos habituales en la ronda Exprés de Toronto, optar por el autobús y correr el mismo riesgo, o subirse a los trenes que cada hora enlazan ambas ciudades.
Una vez elegida la última opción, llama la atención, unos diez minutos antes de desembocar en Union Station, los nombres de poderosas multinacionales instaladas en Toronto esculpidos a grandes dimensiones en paredes de césped natural (Deloitte, Fedex…). Muchas de ellas ocupan por completo edificios inabarcables con la mirada. Una vez ya en la calle, se atraviesa el transitado parque The Explanade, con su sorprendente fuente repleta de estatuas de perros de múltiples tamaños. Primera parada.
La segunda, el St Lawrence Market, un templo erigido en honor a la diversidad gastronómica, con múltiples puestos que suministran alimentos para ingerirlos directamente, desde hamburguesas, a pizza, pollo, …, aunque también resulta posible adquirir para cocinar enormes chuletones a un precio asequible. Se compre o no, el simple recorrido por el mercado, con su singular mezcla de aromas culinarios, bien merece la entrada.
Desde allí ,traslado al cercano St James Park, también con sus ardillas y, como elemento arquitectónico singular en esta megalópolis de rascacielos, la catedral anglicana de St James en el centro. Por Adelaida Street prosigue el recorrido hacia el Eaton Center, el macro centro comercial cubierto cuyos promotores instauraron las tradicionales cabalgatas navideñas de Papá Noel. En sus aledaños, el antiguo ayuntamiento recargado de estilo romanesco, junto al Sony Center.
Y cada paso, infinidad de lugareños transitando por esta urbe de tres millones de habitantes. La mayor parte, con el teléfono móvil en una mano y en la otra el manido vaso de plástico tapado cuyo líquido van sorbiendo. Muchos de ellos tratan de despuntar por su forma de vestir o incluso de actuar. Sus miradas tienen prácticamente como destino único sus aparatos telefónicos. No las desvían un ápice para observar a alguno de los numerosos mendicantes que, sumidos en el abandono, pueblan las calles. Como en tantas metrópolis de la convecina USA. Toronto parece una más.
El encanto de Niágara
Al contrario de aquello que ocurre con las inigualables cataratas ubicadas a dos horas de la capital del estado de Ontario. Constituyen la atracción más visitada de este país de primeras y segundas naciones en que se ha configurado Canadá.- Escoltadas por los inevitables rascacielos (aunque en este caso exclusivamente copados por hoteles de alta gama y de un casino), los 58 metros de caída del agua concentran a turistas de todo el mundo. Compiten con la misma atracción del lado estadounidense. Al fin y al cabo, ambos países están separados por cursos fluviales y unidos por los puentes que los superan, a una distancia insignificante.
Los pantagruélicos aparcamientos reflejan el volumen de visitantes. A las tres de la tarde ya no cabe un coche más, a pesar de la magnitud de estos espacios por los que circulan los clásicos vehículos de golf para trasladar a los usuarios por su interior. La tarifa única, de 22 dólares, se paga al entrar. No importa el tiempo que permanezca el turismo estacionado.
La belleza de la caída del agua puede contemplarse sin necesidad de abonar dólar extra alguno. Basta asomarse a las pétreas barandillas y contemplar cómo el agua oscura se torna cristalina cuando roza el borde del precipicio y, acto seguido, se transforma en espuma, como si de ella fuera a emerger la exuberante y mítica Afrodita.
A partir de esa visión, las atracciones para incrementar la experiencia se multiplican con precios que empiezan en 15 dólares. La más costosa (26 $), subir al barco que se posa a escasos metros de la base de la cortina de agua. También muy atractiva la Journey behind the falls o recorrido por los túneles que concluyen en balcones asomados a mitad de la cascada. Permite empaparse de sus aguas y de su ensordecedor rugido.
Después de la excitación de presenciar la estremecedora caída del agua, constituye un buen ejercicio de relajación recuperar el vehículo (o subir al autobús Wego) y desplazarse algunos kilómetros de las cascadas para circundar los campos de golf, las mansiones o, un poco más allá, los extensos campos de viñedos de los que surge el caldo autóctono: el vino de hielo.
Y de ese fenómeno natural a otro también llamativo, al parque nacional denominado Thousand Islans. Podría resumirse en incontables islotes, muchos de ellos privados, que pueblan el caudaloso río San Lorenzo en su cauce superior y que ejercen como separadores entre USA y Canadá. Se asientan entre las ciudades de Brockville y Kingston (a 276 kilómetros de Toronto). Desde ambas, y de entre algunas intermedias como Ganacoque, puede subirse a alguno de los barcos (26 $) que las recorren repletos de turistas. De paso, recomendable un paseo por el bullicioso ‘waterfront’ de Kingston, que mantiene un marchito pedigrí de la ciudad más poblada de Canadá hasta 1840.