Tras la firma de cada chef hay una búsqueda que va más allá de lo visible y lo degustado. Lo que deja el plato en el organismo y la memoria. Lo imposible de cuantificar, la obsesión de cada cocinero. Unos van tras la comida más saludable. Otros quieren brindar la experiencia del gozo total con un bocado. Aunque el objetivo de cada cocinero es tan distinto como su forma de esparcir la sal, los grandes de los fogones comparten algo: exploran el entorno para alcanzar sus metas. Una característica común que a la vez les aleja tanto como la distancia entre sus puertas. En esa indagación personal, cada uno parte de su propio «kilómetro cero», una forma de llamar a esa cocina de cercanía o sustentable que se ha convertido en uno de los pilares de la alta gastronomía. Uno de estas geografías disímiles para recorrer el mapa del tesoro es Cuenca, donde Jesús Segura, chef del restaurante Trivio, persigue que sus platos sean casi medicinales. Siempre con los ingredientes de su región. Desde la caza hasta las trufas tienen un fin más allá del paladar en su cocina saludable. «No es sólo ofrecer un menú que no tenga una carga excesiva de grasas y que la sensación gástrica sea la mejor posible para que se disfrute de la comida al terminarla», dice Segura desde el escenario de la Sala Polivalente de Reale Seguros Madrid Fusión. «Aplicamos la metodología de la observación. Es un ejercicio que hacemos entre nosotros y con los clientes. Por ejemplo, hacemos que los fermentados ácidos, los hongos, aparezcan con los postres. Así hemos conseguido que la sensación final sea de bienestar, gracias a esa ingestión de probióticos». Versatilidad de la tierra
Plasma de setas deshidratas, emulsión de pepitas de uva, umami de hongos, puré de liebre y trufas estresadas para lograr más aroma, ofrece Trivio. Aunque el precio de la trufa puede alcanzar los 600 euros por kilo en plena temporada, se usa en la cocina de la tierra donde brota. Tiene el sabor de su sustrato. Quién dijo que la trufa es cara, reta el chef Francisco de Gregorio, del restaurante Virrey Palafox, de Soria desde el título de su ponencia en Madrid Fusión. Especialista en cerdo, setas y trufas quiere demostrar que el costo de ese sabor tan intenso se relativiza porque unas pocas vetas son suficientes para que marque el plato. En medio del auditorio alza una de sus mejores trufas y la pesa: 107 gramos. Prepara cinco platos, postre incluido. Un menú completo para una persona, aclara. Todas con trufa combinada con ingredientes de bajo coste como huevo, pan frito, magro de panceta, harina de almendro, cebolla, puerro, jamón, carrillera, morro, oreja, mantequilla dulce, patata, cangrejo de río, azúcar, algo de chocolate. Vuelve a pesar la trufa. Pesa 10 gramos menos. Al precio actual, representan seis euros. «Ya que nos gastamos el dinero en la trufa, los demás productos son muy económicos», reafirma. «Este menú con todos los ingredientes sale a 15 euros completos», dice De Gregorio. En contraposición a la trufa con respecto al precio de los productos de la tierra, la papa, originaria del Perú, y cultivada por primera vez fuera de América en Tenerife, de donde saltó a la península y se rebautizó como patata. Hay 4.000 especies, 3.000 peruanas y 150 canarias. Con ese sabor de tierra mixta, tres chefs muestran la versatilidad de la papa. Mitsuharo Tsumura, de Maido; Erlantz Gorostiza, del restaurante M. B.; y Omar Malpartida, de Luma. Preparan humita con cuy confitado y deshuesado, mezclado con choclo (maíz) molido a mano, soja, mashua y ponzu (ingredientes locales peruanos). Se utiliza de la corteza al almidón. Sirve para sustituir el trigo. Incluso para cortarla de tal manera que parezcan granos de arroz o pan, «una de las variedades que más gustan», dice Gorostiza. «Esponjoso, integrado con el mojo rojo deshidratado, puesto por la parte de arriba del pan». Por qué existen los gustos personales
Con platos de «tierras volcánicas y naturaleza atlántica en estado puro», como el mole palmero o «embarrado a la platanera» e ingredientes como el camarón cabezudo o la lengüeta de erizos marinos de «sabor a mar brutal», que provienen de las aguas y las tierras de Canarias, y en especial de la región de Arona (Tenerife), el chef Diego Schattenhofer, al mando del recién inaugurado restaurante 1973, busca desentrañar por qué existen los gustos personales. Ese misterio está escondido en el cerebro y resolverlo podría ofrecer a cada comensal un plato personalizado que le brinde el máximo gozo. Convertido de alguna forma en un laboratorio de neurociencia sin perder su esencia gastronómica, en el 1973 se trabaja codo a codo con un neurocientífico y un psicólogo, con los que quieren establecer semejanzas y diferencias «en las rutas de activación sensorial entre platos productos prototípicos de diferentes regiones». En Madrid Fusión, Schattenhofer habla de un «pelado de papa antigua», con puntos de realera de gofio, con leche y vino, y un pesto de cilantro, que se come con una cuchara de lapa, como la que apareció en la isla, elaborada hace 800 años. O el ‘mole mojo’, adobado 24 horas y cocinado en hoja de plátano durante dos días. Estos sabores les ayudarán para avanzar en su investigación científica. «Con algunas personas sometidas a una secuencia de resonancias magnéticas, mientras prueban distintos alimentos, veremos qué zonas se activan y haremos una ruta de sabor», explica el equipo Gastrosinapsis de la Universidad de La Laguna en la jornada de la mañana del primer día de la 17º edición del festival gastronómico. «Si el resultado es positivo podremos comparar entre sujetos y regiones». Helado de barrica
También existen productos impensables de las regiones. En la Rioja son los elementos del viñedo que usualmente se desechan, como la vid de uva verde destinada a morir, la uva sobremadurada y dulce en exceso, el residuo que queda en la barrica -las lías- del vino blanco fermentado del productor Abel Mendoza o las pieles de una variedad que no se cultivaba desde hace tres década y que Miguel Martínez ha logrado recuperar… todas se usan para hacer helados. «Es un orgullo trabajar con esta materia prima, de gran valor gastronómico aunque sin valor económico», dice Fernando Sáenz, responsable del obrador DellaSera. Con esos helados únicos, DellaSera persigue su propio objetivo: «Nuestros helados cuentan las historias de los pequeños productores». Contar las historias de las cosechas y la tradición, al tiempo que reutiliza productos de la tierra. Incluso las barricas viejas que se convierten en pequeños palitos que se congelan y luego se hidratan. Ese agua «contaminada», en palabras de Sáenz, sirve para hacer ese postre. Un producto final de «pasear por el territorio, en los viñedos y las bodegas, los recursos de sabor que nos ofrece el paisaje y el mundo del vino». A partir de esos «elementos sin valor económico», desde hace 17 años, este obrador elabora la «viña helada» de distintos sabores y texturas. .