Rumbo a Marruecos

Abandonamos la marina de la Alcaidesa bajo una densa bruma y la amenaza de un fuerte temporal. Desde la cubierta, pudimos divisar repostando en la gasolinera del muelle el catamarán de los italianos que habíamos conocido la noche anterior en el bar del puerto.

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► 2. Buscando barco desesperadamente

► 3. El destino había jugado sus cartas

Nos saludamos con complicidad desde la distancia. Selçuk nos miró perplejo sin entender porqué me arrancaba por sevillanas para decir adiós a aquellos, para él, desconocidos que nos imitaban divertidos taconeando en proa y levantando con arte las manos. Con gesto serio me interrogó con la mirada pero callé. ¡Cómo hacerle entender que buscando unas guindillas en el bar del puerto habíamos acabado tomando unos gintonics con aquellos marineros y bailando por sevillanas para explicarles la receta de la tortilla de patatas!.

Nos dirigíamos a Marruecos, el país que considero mi segundo hogar y dónde se afianzó mi amistad con Raquel cuando la invité a pasar un verano con sus hijos en mi casa de la playa. Desde entonces, hace más de ocho años, Raquel no falla a su cita estival en la antigua colonia española de Assilah. Marruecos es un país que te atrapa y nosotras, enamoradas de él, nos proponíamos convencer a Selçuk para recalar en Tánger, Assilah o algún otro puerto de la costa norte alauita que tan bien conocemos. El capitán descartó Tánger por su cercanía, a apenas veinte millas de La Alcaidesa y cruzamos el estrecho de Gibraltar.

Quizás era por su origen turco pero Selçuk no se sentía cómodo en el litoral moro y así nos lo hizo saber. Hubiera preferido continuar la travesía directamente hasta nuestro destino en las Canarias pero la meteo era implacable: un temporal fuerza 7 se aproximaba hacia nosotros, obligándonos a refugiarnos en algún puerto antes de 48 horas. Al dejar por popa el Cabo Espartel, la bruma se disipó y el sol nos acompañó mientras navegábamos a más de diez nudos rumbo al sur de Marruecos.

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Desde el primer momento, quizás por su escaso conocimiento de Marruecos, un país que prefería evitar cuando se dirigía a Canarias para cruzar el Atlántico, había dejado en nuestras manos todas las gestiones a realizar, incluida la gestión de atraques, documentación o avituallamiento. Además de cocinar, limpiar y ayudar en las maniobras, éramos sus asistentes personales y traductoras.

Raquel había hablado con su amigo Rafik, cuyo primo trabajaba en el puerto de Assilah para valorar la opción de atracar allí. Tras consultar las cartas, Selçuk también lo rechazó por su escaso calado, truncando nuestras esperanzas de pasar allí la noche. Era la primera vez que arribábamos a la villa por mar, pero aún así reconocíamos cada playa, cada casa y cada mezquita. La vista de la bella muralla portuguesa que rodea la medina de Assilah nos emocionó: el krikia, el mirador desde el que ambas habíamos disfrutado de imponentes atardeceres, estaba inusualmente vacío debido a las obras de restauración.

Después de cerca de cien millas de navegación sin incidencias, una patrullera marroquí se nos aproximó llegando a Larache, para preguntarnos nuestra procedencia y destino. Como yo dormía la siesta, fue Raquel la que se ocupó de satisfacer su curiosidad. Me desperté con los gritos de barco a barco y la vi alejarse mar adentro.

Y cuando el atardecer teñía de ámbar el horizonte, divisamos los primeros barquitos de pesca que faenan en los alrededores de uno de los puertos pesqueros más importantes de Marruecos: Larache. Centenares de gaviotas revoleteaban sobre ellos tratando de capturar las sardinas, caballas o acedías que saltaban en sus redes. A medida que nos adentramos en el puerto, tomaban forma ante nuestros ojos cegados por la luz del atardecer, las mezquitas y fortificaciones que recortan la silueta de la ciudad. Como siempre me emocioné con el canto del almuecín llamando a la oración dándome la bienvenida al Reino de Marruecos.

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