Enclavada a unos mil kilómetros al este de Madagascar, esta isla volcánica, con un tamaño aproximado de la mitad de la isla de Mallorca, nos seduce nada más pisar su suelo. Ya desde el avión de la compañía Alitalia, que nos trae desde Madrid vía Roma, observamos por la ventanilla el inmenso océano de color azul turquesa que, gracias a la barrera de arrecifes de coral que rodea casi todo el perímetro de la misma, se entrelaza en una explosión de colores, como el blanco de la arena de las playas, con el verde de la vegetación exuberante y con el marrón de las montañas, restos de los antiguos volcanes, que nos anticipan cuál va a ser la tónica en nuestro viaje.
La historia reciente de esta isla es todo un compendio de situaciones que dan para escribir libros. Desde que los árabes la pisaron por primera vez dándole el nombre de Dina Arobin –la Isla de la Plata–, y que curiosamente es el nombre de uno de los hoteles en los que merece la pena quedarse durante la estancia (Dinarobin), hasta su independencia de Gran Bretaña en 1968, por ella han pasado gentes y culturas de todo tipo, como los portugueses, holandeses, franceses, indios, musulmanes y chinos. El idioma oficial del país es el inglés, aunque los dos idiomas más populares son el francés y el créole, un francés un tanto peculiar.