Nos gustaría poder contar algo nuevo sobre Praga, pero resulta complicado, rozando incluso lo imposible, sorprender al personal cuando hablamos de una ciudad que se ha instalado, por méritos propios, en el «top ten» de los destinos turísticos más visitados de Europa, compitiendo, de tú a tú, con rivales de tanta categoría como París, Atenas, Londres o Venecia.
Es inevitable, da igual ser visitante primerizo o reincidente: los primeros pasos que todos damos en Praga, como atraídos por un misterioso magnetismo irresistible, nos llevan hacia el puente de Carlos, nombrado así como homenaje al primer rey de Bohemia y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos IV de Luxemburgo. Visto el enjambre de turistas que lo abarrota a cualquier hora del día o de la noche, lo de cruzar este puente tiene que ser, sin duda, la gran experiencia «praguense» que nadie se quiere perder.
La primera piedra sobre el río Moldava fue puesta en 1357 (el día 9, del mes 7 a las 5 horas y 31 minutos (cifra mágica formada por los impares del 1 al 9 y viceversa). Hasta 1841 sería el único nexo entre las dos ciudades: Malá Strana (Ciudad Pequeña) y Staré Mesto (Ciudad Vieja). Los 500 metros de pasarela están decorados con 30 estatuas de santos, testigos impasibles del trasiego incesante de turistas que caminan torpemente entre los tenderetes de souvenirs, bandas de jazz y creadores de caricaturas al instante. De las estatuas, la fama se la lleva San Juan de Nepomuceno, confesor real, que fue arrojado vivo al río por orden de Wenceslao IV, al parecer por no querer revelar al monarca los pecados de su esposa. Bajo la estatua hay un relieve de bronce que representa el momento de su muerte. Cuenta la tradición que quien toque el bronce con su mano izquierda y pida cinco deseos, verá cumplido uno de ellos. Es el bronce más pulido y brillante de todo el puente.
No vamos a cruzar el Moldava, todavía no. Seguiremos en esta orilla, callejeando sin prisa por esta ciudad vieja, plagada de edificios medievales, renacentistas y barrocos, hasta llegar a su gran plaza, para muchos la más bella de Europa. Cada hora en punto (entre las 9 de la mañana y 9 de la noche), llueva, nieve o bajo un sol de justicia, una enorme multitud se agolpa con los ojos clavados en el Reloj Astronómico que adorna la cara sur de la torre del Ayuntamiento. Este ingenio mecánico cuenta con dos esferas que, además de señalar las 24 horas y los doce meses, marcan las órbitas solar y lunar. Con las campanadas que anuncian las horas en punto, desde hace seis siglos, el enigmático mecanismo cobra vida y los autómatas que representan la Vanidad, Avaricia, Lujuria y Muerte, junto con los 12 Apóstoles, comienzan su baile mecánico entre la algarabía generalizada de la multitud que los contemplan…. No imaginamos lo que sería esto en la Edad Media…
Unas cuantas calles más, saliendo de esta plaza, y llegaremos al Josefov, el gueto asignado a los judíos de Praga desde la Edad Media. Tenían libertad de culto, pero les estaba negado el derecho a mezclarse con el resto de la población. Eso acabó en 1850, cuando el emperador José II (el nombre del barrio es en su honor) concedió a los judíos el derecho a vivir en el resto de la ciudad. Merece mucho la pena visitar este barrio, aunque sólo sea con la excusa de ver la sinagoga Vieja-Nueva (la más antigua de Europa todavía en uso para el culto), las sinagoga española (la última construida en Praga, ahora parte del Museo Judío) y el cementerio, donde se amontonan, en onírico desorden, unas 12.000 lápidas. Al estar recluidos en este pequeño barrio, y no tener otro lugar donde enterrar a sus muertos, en cada tumba se llegaron a apilar hasta una docena de cuerpos. Curiosamente, durante el Tercer Reich y con la siniestra figura de Heydrich amenazando Praga, los nazis decidieron conservar este barrio y convertirlo en un «museo exótico de una raza extinguida». Gracias a ello, la mayoría de edificios y las seis sinagogas se salvaron de la destrucción.
Ahora sí, llegó el momento de cruzar el Moldava y ascender por la adoquinada calle Nerudova hasta alcanzar la colina donde, en el siglo IX, se construyó la fortaleza que dio origen a la capital checa. Del castillo original, poco queda; aquel bastión defensivo, con el tiempo, se ha ido transformando en una «ciudad dentro de la ciudad», un conjunto monumental compuesto de lujosos palacios, iglesias, jardines, la catedral de San Vito y el barrio del Castillo con el pintoresco callejón de Oro y sus diminutas casas pintadas de colores. En una de ellas (el número 22) vivió Franz Kafka en 1916; hoy, es una curiosa librería y tienda de recuerdos. Más información en www.czechtourism.com.